¿Los jóvenes no tienen quien les aplauda?- Rosella Antolí- Mcep País Valencià

¿Los jóvenes no tienen quien les aplauda?

Soy Rosella, profesora de física y química en un instituto cerca de Valencia. El año pasado fui tutora de 2º de ESO y viví con mucha preocupación y estrés el confinamiento y el devenir de las circunstancias. Primero se nos encerró de sopetón a todas y todos en casa. Los profes (en general) nos volvimos locos y locas para intentar que nuestro alumnado siguiera estudiando como si nada pasara, mandándoles deberes para que no perdieran el curso, como si nuestros chavales estuvieran en casa aislados del mundo y fueran pequeños robots. Las familias (en general) nos exigían más y más y en los medios de comunicación se dejaba caer una y otra vez que cobrábamos sin trabajar.

Mis circunstancias personales en ese momento eran muy duras, un niño de 18 meses a mi cargo en exclusiva porque mi mujer trabajaba en servicio esencial y, a la vez, tener que  atender a distancia más de 120 alumnos y alumnas. Sola en casa, intentando sobrevivir y a la vez empatizar con mi alumnado y con sus familias, pensando en lo emocional, en lo psicológico. Lo primero que se me ocurrió fue buscar la manera de llamar en número oculto, con mi teléfono personal empecé a contactar con las familias.  Después de largas charlas con, mayoritariamente, madres, aprovechaba para decirles que me pasaran con sus hijos e hijas. Me impactó mucho que, incluso a los más alegres se les notaba tristes, contestaban con monosílabos, siempre decían que estaban bien pero un bien de esos que sabes que no sale de dentro sino que es un formalismo para no preocupar. Y dejo de lado circunstancias familiares en algún caso duras, muy duras. Mi única obsesión era cuidarles y, pensando en eso, hicimos un diario de confinamiento , juegos de enigmas y ¡hasta una videoconferencia disfrazados!

Y pasaron una, dos, tres y cuatro, cinco, seis semanas… y seguían encerrados porque, es cierto que  podían salir a pasear el perro o tirar la basura pero, la mayoría, tenían miedo por si les paraba la policía y les preguntaba.

 

Primero salieron los adultos a trabajar (los que tenían trabajo), después abrieron los bares y finalmente, después de mucho denunciar,  los niños y niñas pudieron gozar de pequeños paseos. Mientras tanto los jóvenes seguían en casa: sin ver a sus amistades y sin sus aficiones favoritas (la banda de música, las clases de teatro o de danza, el fútbol o el baloncesto…).

Cuando, por fin, les dejaron salir, las autoridades no les dejaron volver al instituto. Ni aunque fuera un par de días para despedir el curso como pedían algunos como Manuel José Anguita en su artículoVolver a clase: una propuesta de desescalada educativa. Nuestro grupo, al menos, quedamos en una horchatería a merendar (con mascarillas) y nos deseamos un feliz verano. Diego fue el único que no vino porque sus padres tenían miedo por si contagiaba a su abuelo.

Cuando, por fin, llegó el día que les dejaron salir, algunos no salían, otros salían con miedo y unos pocos no cumplían las normas. Entonces, pasó lo de siempre, en vez de salir en tromba a aplaudir a los que más se habían sacrificado en toda la pandemia, se empezó a acusar a los jóvenes (a nuestro alumnado) de ser  los responsables del repunte de contagios.

Y así pasamos el verano.

A finales de agosto  los políticos pensaron que era el momento de hablar de la vuelta al cole (hay que aplaudir que en Valencia se habían hecho los deberes y estaba todo consensuado desde finales de julio). Eso quería decir hablar de cómo evitar la propagación del virus, única y exclusivamente. Y así  se empezó a diseñar nuestro día a día: mascarillas todo el día, mesas de uno en uno separadas un metro y medio, educación semipresencial, patios sectorizados por aulas, recorridos pintados en el suelo, gel hidroalcohólico, prohibidas las reuniones con las familias, etc.

En mi instituto el día 7 empezamos las clases con una jornada de acogida partida en dos días, como los grupos. Los recibíamos las tutoras y tutores y el equipo directivo pasaba clase por clase a trasladar al alumnado las normas especiales COVID y, por supuesto, a explicar la gravedad de las sanciones en caso de incumplimiento.

 

Fue en ese momento, mientras hablaban el jefe de estudios y el director, cuando levanté la vista y vi a 15 chavales de 14 años escuchando, asintiendo y dejando hablar sin interrumpir ni una sola vez. Miré un poco más atentamente y me di cuenta que las miradas eran muy  tristes.

Mi reacción fue esperar a que se fueran “los jefes” para felicitarles por lo bien que lo estaban haciendo, animarles a llevar mascarilla bien puesta también cuando estaban con sus amistades, preguntarles sobre cómo veían ellos la evolución de la pandemia y qué pensaban que se podría cambiar si fuera mejor en unas semanas o meses…

En fin, no ha sido el inicio de curso que hubiéramos querido pero estamos pero se han abiertos escuelas e institutos. Podemos mirarnos a los ojos.  Está claro que cada una de nosotros y nosotras somos una gotita en su océano pero nuestra obligación, como docentes, creo que ahora es cuidarnos y cuidarles psicológica y emocionalmente. Intentar, poniendo en marcha toda nuestra creatividad, que vuelvan a brillar esas miradas.

Por desgracia parece que los jóvenes no tienen nadie que les aplauda. Ni nadie que les escuche. Y si nosotras y nosotros, los maestros y maestras no lo hacemos no lo hará nadie.

 

Ánimo y feliz inicio de curso.

 

 

Rosella Antolí- MCEP País Valencià

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