Rosa Regás
Los recuerdos de mi estancia en la escuela Freinet son vagos, en general. Tengo, sin embargo, muchas imágenes y algunos momentos que quedaron grabados para siempre en mi memoria. Lo he escrito alguna vez porque presumo de haber sido alumna suya. Algunas de mis vivencias en la escuela de Vence influyeron en ciertos comportamientos que he tenido a lo largo de mi vida y que me han diferenciado de mis hermanos y de la sociedad que me tocó vivir.
Estuve allí desde los cuatro a los seis años, en compañía de mi hermano Oriol, que era más pequeño que yo. Marchamos a finales de 1939, cuando empezaba la Segunda Guerra Mundial. Lo recuerdo bien porque, al llegar a París, mi padre me compró un pastel con seis velas, tres de color rosa y tres azul cielo. También nos llevó a ver la película “Blancanieves” que se había estrenado recientemente.
De la capital francesa viajamos a Port Bou y Barcelona, donde nos esperaban nuestros abuelos. Mi abuelo era el propietario del café de la Rambla. Vivían en la calle Fernando y allí nos recibió nuestra abuela. Una vez en la casa, nos metió en una habitación y salió un momento para buscar un par de pijamas y acostarnos.
Allí viví el primer encontronazo entre lo que había sido mi vida en la escuela Freinet y lo que me esperaba a partir de ahora. En la escuela hacíamos vida muy naturista en todo y el desnudo integral era habitual entre nosotros, tanto los adultos como los niños. Al salir mi abuela de la habitación desnudé a mi hermano y lo puse a dormir; yo hice lo mismo. Cuando regresó con los pijamas y comprobó que estábamos los dos desnudos en la cama, rompió a llorar convencida de que aquello era un pecado gravísimo contra el pudor y las buenas costumbres. Lo recuerdo perfectamente: mi abuela llorando desconsoladamente queriendo taparme con una sábana y yo hablando con ella intentando explicarle. Nunca entendí ese perjuicio. Siempre he considerado que el desnudo es un estado natural de la persona y no hay ninguna razón para avergonzarse de él. No por una cuestión de exhibicionismo, sino por simple naturalidad.
El segundo choque tuvo lugar cuando me llevaron interna a un colegio de monjas, en Horta. Prácticamente no nos dejaban hablar en todo el día, excepto en momentos muy puntuales. El silencio era sagrado. Por el contrario, en Vence, no parábamos de hablar. En todo momento y en todo lugar. La comunicación oral era constante. Hablábamos entre nosotros y con los adultos, siempre en un plano de igualdad. No recuerdo que nunca nos mandasen callar porque iba a hablar un adulto. Había un respeto espontáneo entre nosotros, fuera quien fuese el que tomaba la palabra.
Mi estancia en el colegio de Horta pudo ser un calvario, pero tuve la suerte de contar con un capellán extraordinario. Un hombre de ideas avanzadas, alegre, elegante, que llegó allí desterrado por los nuevos dirigentes nacional católicos. Tenía unas ideas cercanas a Ferrer y Guardia, según pude comprobar años después. Nunca fue dogmático con nosotras. Sus charlas eran siempre como un aire fresco dentro del oscurantismo en que vivíamos. Además, nos enseñaba canto gregoriano.
Recuerdo con bastante nitidez las caras. La de Freinet, con el pelo largo; la de Elise, que lo llevaba recogido y las de muchos niños y niñas. En cierta ocasión, Elise me sentó en su regazo y me estuvo consolando, pues yo estaba llorando, aunque no sé por qué razón. Y otras veces, él me ponía la mano en la cabeza a modo de caricia simpática.
Las salidas por el entorno eran bastante frecuentes. Casi siempre estábamos en danza. Nos bañábamos a menudo en la piscina y en un río que había cerca de la escuela, la cual era de construcción sencilla, pero estaba muy bien situada, en un alto. Hacíamos talleres de huerto, escritura, imprenta… Tenía un trozo de huerto a mi cargo como los demás y ayudaba a mi hermano con el suyo. La imprenta no la toqué, pues era responsabilidad de los mayores. Lo que sí recuerdo son unas letras de cartón sobre las que pasaba mis dedos. La superficie era rugosa, como de lija. Con ellas y con la ayuda de algunos mayores aprendí a leer, pues cuando llegué al colegio de Horta yo ya sabía leer francés y, en consecuencia, también lo hice en castellano, cosa que ninguna de las niñas de mi edad sabía hacerlo en el nuevo colegio.
Recuerdo aquella especie de vida conjunta en la que todos teníamos un papel que nadie nos había asignado. Era la antidisciplina. Pero no era el desorden, no. Existía una colaboración constante basada en el interés que te provocaban las cosas. No recuerdo una palabra más alta que otra, ni un orden establecido por los adultos. Se ha de tener una capacidad especial para funcionar así. Yo he tenido en mi casa hasta 18 niños y niñas, el mayor de 10 años, y nunca tuve problemas. Pero había una serie de normas. Dos de ellos se responsabilizaban diariamente de todo lo que había que hacer para que hubiese un orden. Sin embargo, aquella perfección, aquella manera de hacer todos a la vez, sin ninguna imposición, no la he vuelto a ver nunca. El matrimonio Freinet tenía una intención educativa, claro está. Nos enseñaban a descubrir nuestras posibilidades, nuestras potencialidades para desarrollarlas y mejorarlas en beneficio del grupo. Nos ayudaban a ser útiles a los demás. Y todo a partir de nuestros intereses. Se trataba de llevar a cabo, entre todos, una cooperación natural y constante. No había diferencia entre profesores y alumnos: todos enseñaban algo unos a otros.
A pesar de mi corta edad, en Vence siempre me sentí segura, nunca tuve miedo de nada. Y esa sensación me ha acompañado durante toda mi vida. Uno de los recuerdos más nítidos que guardo de mi paso por la escuela Freinet está relacionado con un postre, concretamente con el flan. He dicho que nunca nos castigaban, y es verdad. No obstante, recuerdo perfectamente que, cuando hacías alguna cosa que no estaba prevista o que no era lo que se esperaba de ti, debías comer el flan con el plato al revés. Seguro que había acciones parecidas, pero yo sólo recuerdo ésta. No se le puede llamar castigo, porque no lo es. Sin embargo, todos sabíamos cuando sucedía, que el niño o niña que comía así el flan había actuado de forma diferente a la que todos esperábamos. Aquello me quedó tan grabado que, cuando tuve hijos, les hacía lo mismo para que fuesen conscientes de que habían hecho algo diferente a los que se esperaba de ellos. Y mis hijos lo entendieron siempre así. A mis nietos también empecé a hacérselo, pero a ellos les encantaba. Le llamaban la travesura y querían comer siempre el flan así, con el plato al revés; Con los nietos desapareció el significado original, de ser como un toque de atención respecto de su conducta. A ellos les encantaba comer el flan con el plato al revés. Ahora mis nietos son grandes, pero todos recuerdan con cariño aquello de comer el postre con la travesura.
Dejé la escuela al estallar la Segunda Guerra Mundial. Freinet nos llevó en coche hasta Niza y de allí alguien nos trasladó hasta París, donde nos esperaba mi padre con el pastel de seis ve- las. Los niños y niñas que quedaron en la escuela imprimieron un precioso texto para mi hermano Oriol y para mí:
Vence Pionniers 21-10-1939
Le départ d’Oriol
Rosa et Oriol sont partis hier pour l’Espagne.
Papa les a menés à Nice. Nicole et Herminia les ont accompagnés. Oriol était content de monter en auto mais il était triste par moment à la pensée de la tarte qu’il ne mangerait plus.
-Tu m’écriras, lui dit Baloulette, et je t’en enverrai un morceau dans un enveloppe.
… Oui… et oui !
… Quand reviendras-tu lui demandaient Claude et Maman.
…Demain.
Jusque chez le Consul il était très content.
… Et tes « tocars » lui demande Papa?
… Je les ai lai ai-ai-ai-ai-ssés à Cricri.
Mais quand Papa l’a embrassé pour partir, alors Oriol a compris et il s’est mis à pleurer.
Tous
“PEDRO MORÁN. Un niño de la guerra en la Escuela de Freinet”
Élise Virginie Lagier-Bruno (Élise Freinet) (hacia la mitad hay un capítulo dedicado a La guerra civil española en la que habla de estos niños y niñas de la guerra acogidos en la escuela de Vence y los esfuerzos para recoger fondos y atender a todos los que pudieran)
DEP