Marco, compañero presidente del MMEM mexicano comparte este escrito y documentos gráficos
Introducción de Marco para presentar el evento:
Hora cero
Yo tenía en ese momento casi 6 años e iniciaba mis cursos de primero de educación primaria. Apenas tengo leves recuerdos. Poco a poco se reconstruyen algunas escenas que son parte de la historia de mi familia. La matanza de estudiantes el 2 de octubre de 1968 y la del 10 de junio de 1970 estaban presentes en los diálogos familiares: mi papá participó en las marchas juveniles y una cercana tía materna vivía en los alrededores de la Nacional de Maestros. Las noticias no eran sólo la que percibíamos en la televisión y radio. Era parte de la epidermis de nuestra vida.
Un libro, La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska mostraba unas fotos emotivas y a su vez desgarradoras. Ese material contribuyó, de una manera incipiente, en contar con una visión política de la realidad mexicana y del mundo de ese pequeño infante que sin saberlo iniciaba su formación política antes de aprender a leer y escribir de manera convencional.
Las noticias llegaron por la televisión y tal vez por la radio el 11 de septiembre de 1973. Veo a mi mamá sentada en la sala con algún hermano mío en sus brazos. Yo escuché el mensaje y, al ver las lágrimas de mi madre, no pude evitar entristecerme y llorar con ella fundidos en un abrazo. Salvador Allende había sido asesinado a traición de los altos mandos militares chilenos en el propio Palacio de Gobierno.
Con el transcurso de los años, leí la historia y comprendí mucho mejor porque las lágrimas. Y entonces conocí las historias de dignidad y dolor de miles de chilenos y chilenas. Y sufrí por el dolor de Allende y de un músico como Víctor Jara y de tantos más en el Palacio de Moneda, el Estadio Nacional y en las historias sobre Pablo Neruda recreadas por Antonio Skarmeta o en los textos de Ariel Dorfman y las canciones de Violeta Parra, Inti Illimani o los Quilapayupan.
Y cuando leí por primera vez el discurso de Allende al pueblo chileno no pude olvidar ya sus palabras que se me quedaron enterradas en lo profundo de mi alma. Y en especial me resonaba aquella frase de “se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”. Imaginaba las avenidas chilenas invadidas por miles de hombre y mujeres marchando felices por contar por un país y un mundo mejor para todas y todos.
En 1988 conocí a un chileno, Eradio Mardones. Visitó México en los primeros días de septiembre. No recuerdo cómo se contactó con los integrantes del MMEM. En un café del centro nos habló de esperanza y de su escuela, la Celestín Freinet, enclavada en La Pintana, era una posibilidad para cambiar el mundo con la educación. Él nos compartió que había una reunión internacional cada dos años de camaradas Freinet que intercambiaban experiencias y se formaban en la filosofía del educador galo. Veía tan lejano que pudiera viajar fuera del país. Y aunque motivante y se realizó una correspondencia a Chile, el asunto fue pasando al olvido.
En 2008, en Metepec, Morelos, volví a conocer a otras educadoras chilenas de la escuela Freinet. Y en 2012 también coincidimos con docentes de la escuela Rubén Darío allá en León España. Y en 2018 fuimos alojados en Estocolmo por una maestra chilena exiliada que nos compartió su historia.
Poco a poco se abrió una vía de comunicación con Chile que con el paso de los años se fue consolidando.
Ahora, en enero del 2025, he cumplido otro sueño. Caminar por las calles de Santiago de Chile que fueron en su momento abarrotadas en los 70 por los simpatizantes de Unidad Popular, de las rebeldías en contra de Pinochet y el plebiscito por el ¡NO! en los 80, por las manifestaciones de las y los jóvenes en contra del servicio privado de la educación, la rebelión pingüino y el ascenso de Boris.
En la llamada “Alameda” caminé en lo que es la zona arbolada. Un monumento a los escritores de la independencia chilena y una escultura excepcional, me sorprendieron. La escultura representa a un campesino, un estudiante, un obrero, una pareja en pleno beso, un hombre leyendo el periódico, una madre con su hijo y su nena en brazos, un artista, que entre otras figuras emergen de una placa de bronce. Es una escultura dedicada al “pueblo”, ese concepto que en pleno siglo XXI genera polémicas, aunque a mi me queda claro quienes somos y que además se muestran en las decenas de murales que dan colorido a las calles de este país andino.
Y regreso a esa escultura y los murales: nos muestran a estos hombres y mujeres que en su trajinar diario hacen posible la construcción de la historia. Son los miles de asesinados, perseguidos, exiliados, golpeados y perseguidos en diferentes momentos y etapas de las todas las historias de los pueblos en todo el mundo. Aunque ahora comprendo mejor la frase de Allende. Y entiendo que este pequeño puñado de educadores y educadoras de Uruguay, Colombia, Argentina, Brasil y México nos sentimos honrados de los besos y abrazos que docentes chilenos de la Escuela Celestín Freinet de la Pintana y de docentes de la Rubén Darío nos han obsequiado de manera tan generosa.
Y entonces, aunque no seamos los miles de chilenos y chilenas que han salido en algún momento a esa gran Alameda que refería Allende, nos sentimos orgullosos y dignos de caminar por las calles de Chile, invadidos por ese sentimiento que guardamos en el corazón y, por momentos, entristecidos al recordar la represión hacia quienes han concebido que es posible construir un mundo mejor, un mundo donde quepan todos los mundos en beneficio de la humanidad.
Y los besos, apapachos y abrazos de camaradas de Chile nos muestran, que a pesar de todo, existe la posibilidad de vivir de manera feliz a través de la educación.
Y termina el primer día, al que llamo “cero”, entre vino, canciones de abandonados y escribiendo estas vivencias henchidos de amor, utopía y esperanza.